El miasma de Broad Street

—Un té, por favor —pedí, dejando unos peniques sobre la barra—. Con una nube de leche.

—Es un agosto caluroso como para brebajes calientes, ¿no cree, caballero? ¡Únase al resto y tómese una buena pinta!

—No, gracias. Prefiero té.

—Acabo de abrir el barril —insistió, casi ofendido, mientras limpiaba sus manos en el delantal—¡Puede fiarse, señor! ¿No ha visto el carruaje de la puerta llevándose el resto? ¡Recién salido de nuestra fábrica!

—No, es que no bebo.

Sin duda habló del extraño señorito con los parroquianos, pero al rato traía una reluciente tetera y una taza sobre una oxidada bandeja.

—¿Qué hace por aquí? No viene por cerveza, como todos, y estos días casi nadie se atreve a acercarse.

—Eso me trae. El cólera.

Esa palabra final llenó la taberna con un mortecino silencio, y la última sílaba pareció repicar entre los vidrios de los borrachos.

—¿Va a curar a nuestros hijos? —gritó el último de ellos.

—No lo sé.

Me quedé mirando la leche, oscureciéndose al disolverse en el té negro, como las nubes en el sucio cielo de Londres. Cuando volví de mi ensimismamiento, me olí rodeado de aliento a cerveza.

—Mis dos hijos, señor. Mis dos hijos murieron anteayer.

—El miasma está destrozando a mi mujer, señor.

—Yo tengo nuestros bultos en el pasillo. Nos vamos mañana.

—¿Ha venido a curarnos?

Acerqué una servilleta suficientemente limpia, y ante la decepción del improvisado público no saqué de mi maleta una jeringa, ni un elixir milagroso. Sólo un carboncillo.

—Miren. Esto es Broad Street. Golden Square, Bridle, Great Pulteney…

—Aquí vivo yo.

—Aquí, mi cuñado. Todos muertos, ahora.

Mi carboncillo marcó puntos negros en los lugares que me señalaban, pero yo seguí. Conocía muchos más.

—Estas son las muertes de los últimos días.

—¿Y estas equis?

—Fuentes, amigo mío. Fuentes. Y ésta, la de al lado de la puerta, está en el centro, en el mismo centro de la peste.

—¿Dice usted que el miasma nació en la fuente?

—Eso pensaba, pero algo no encaja… Llevo todo el día por aquí, pero algo no encaja…

—¿El qué? —gritó uno, agarrándome de la camisa, salpicándome con sus lágrimas y con la cerveza al estallar su pinta entre nuestros pies —. ¿¡El qué!?

—¡Ustedes! ¡Los trabajadores! ¡Nadie en la fábrica ha muerto!

Tomaron distancia en torno a mí lentamente, como si fuese yo quien trajese la muerte. Como si les desease el cólera a ellos también. Decepcionados, volvieron tambaleantes a sus mesas, a seguir emborronando lo que les espera en sus hogares.

—¡Vamos, compadres! ¡Celebremos que seguimos vivos! —dijo el tabernero, mientras ponía una enésima ronda.

—Le va a salir cara mi visita, si invita a todos.

—Todos somos trabajadores de la fábrica. Las pintas van en el sueldo.

Sin dar crédito a lo que acababa de oír, salté sobre la barra, volcando el té sobre el mapa. Ignorando las quejas del tabernero, grité.

—¿Alguno de ustedes bebe otra cosa que cerveza?




El mapa de John Snow

Este relato está basado en la apasionante historia de John Snow (no confundir con Jon Snow) y su estudio sobre el brote de cólera en Londres en 1854. El relato no tiene pretensiones históricas, pero la cervecería existió, sus trabajadores cobraban en parte con cerveza, y es cierto que esa anomalía fue parte importante del análisis que llevó a la detección de la fuente de cólera y su posterior erradicación.

Si te interesa profundizar más allá de la Wikipedia, The Ghost Map es una lectura obligada.

Fuente de la imagen de cabecera.